Tenía una vida holgada y un matrimonio acabado, se enamoró del plomero y llevan siete años de felicidad oculta - Infobae

2022-11-07 16:14:30 By : Ms. Serena shi

Para lograr la felicidad Nadia decidió ocultar su gran amor. Eso fue después. Después de haber sido atravesada por otra historia tan dolorosa que se prometió que nunca más nadie, pero nadie, podría entrometerse en su vida.

En la primera etapa de su carrera emocional sufrió maltratos físicos y psicológicos y fue perforada por la mirada del resto. Incluso por la de su propia familia. En la segunda, Nadia eligió quedarse a la sombra, en silencio y adoptar el modo transparente para evitar ser rozada por los ojos del mundo. Esta vez no correría riesgos que pusieran en peligro la construcción de su gran historia de amor.

Nadia nació en un barrio porteño hace 43 años. Su padre era odontólogo, su madre instrumentadora quirúrgica. Se habían conocido en la facultad y habían forjado un futuro a fuerza de laburo intenso. Sus tres hijas crecieron bajo el mandato de estudiar para “ser alguien”. La única que desobedeció esa norma fue Nadia, la hija del medio. El estudio no se le daba bien, era un poco vagoneta y pretendía vivir del arte.

Cuando a los 19 años conoció a Sergio de 22, hijo de un poderoso empresario del mundo de los medicamentos, descubrió que en la vida se podía vivir muy bien sin tener que esforzarse tanto como sus padres. No le disgustó.

Se casaron, fueron felices por un tiempo breve y, aunque había dinero de sobra, no comieron perdices.

Una exclusiva casa con jardín y pileta en Martínez, auto siempre último modelo, fiestas a todo trapo, vacaciones en el exterior y niñeras. Sobraban los zapatos, el maquillaje importado y era la envidia de sus amigas. Nada le faltaba, pero su autoestima empezó con un descenso inversamente proporcional al patrimonio de su esposo. Ella estaba convencida de que era su falta de formación académica el motivo que disparaba el maltrato por parte de Sergio. Un día fue el adjetivo “inútil”; otro, la llamó “vaga” y enseguida vino el epíteto de “inservible”. Los calificativos de su otrora amante marido iban escalando.

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En los primeros años tuvieron dos hijos: Lucas y Sofía. Ese fue el segundo motivo que, para Nadia, disparó el encono de él: la progresiva falta de atención de Nadia a la vida sexual alteró lo poco que quedaba de la pareja enamorada. Nadia quedó con varios kilos de más, nada demasiado ostentoso, pero Sergio comenzó con los sobrenombres “chistosos”, como decía él y a llamarla “mi querida vaca”.

Sergio había estudiado administración de empresas y ya ostentaba un cargo en la empresa paterna, un sueldo abultado y bonos que permitían una vida de total comodidad. Buenos colegios para los chicos, la mejor prepaga y eran socios de dos clubes de primer nivel. Incluso para ir a esquiar en las vacaciones de invierno, Sergio compró una gloriosa cabaña en el sur. Colgada de la piedra de la montaña mirando el enorme lago azul. Un par de años después, compró para pasar los veranos una casa en La Pedrera, Uruguay. Tres dormitorios en dos plantas, a dos cuadras de la playa. Un lujo.

Sergio quería crecer socialmente y mostrarse solvente. La familia era parte de la foto. Mientras, Nadia era su sombra, un dibujo animado que él manejaba a su antojo.

Lo que siguió fue obvio y esperable: Sergio comenzó a satisfacer sus necesidades con otras mujeres. Nadia lo sabía, pero mucho no le importaba. “Si eso me lo sacaba de encima tanto mejor”, reconoce desde el presente.

Los viajes por Europa a esquiar, los eventos con fotos en revistas de sociales, las comidas en casa de gente importante ya no eran del agrado de Nadia. Nunca le había gustado el frío ni la nieve; le fastidiaban los flashes de los fotógrafos y no la encandilaban los blasones o los rimbombantes puestos en empresas multinacionales. Tampoco disfrutaba del deporte, odiaba los partidos de tenis y se aburría mortalmente con las rondas de golf. Se sentía ajena a todo: “Era como una vida prestada. No podía tomármela en serio. Para colmo, Sergio había empezado a beber demasiado. Y en esas circunstancias se ponía cada vez más agresivo y violento”.

El empujón límite

Fue alrededor de los 35 años que Nadia se dio cuenta de que la cosa no iba más. No quería esa vida de privilegios que implicaba su progresivo deterioro mental. Terapia personal, angustia, tristeza, maltratos se iban sumando. El día que dijo basta fue cuando Sergio, sacado por sus reclamos por tanta amante ocasional, le dió un leve empujón en el vestidor y ella se golpeó la cabeza con la punta de un cajón que estaba abierto. No fue gran cosa. Solo un empujón desagradable que ella devolvió con otro empujón. Pero sobrepasó el límite: la cosa se había vuelto física. Eso la asustó de verdad por primera vez en su vida.

“¿Del empujón cómo seguíamos? ¿Con un cachetazo? ¿O con un tiro con el arma que Sergio tenía declarada y guardada arriba del ropero? ¿Quién a quién? Seguramente yo llevara las de perder… Emoción violenta, buenos abogados y dinero para pagar fianzas. Él saldría libre enseguida… Imaginaba una película de terror que me provocó escalofríos. Me pregunté si así empezaban las historias que terminaban en femicidio y que leía en los medios de prensa”, cuenta no sin humor negro.

Después de ese día bisagra Nadia empezó a maquinar la salida de su tóxica pareja con su psicóloga como puntal. Desgranaba sus miedos, inseguridades y angustias dos veces por semana en la terapia. Si se iba, ¿de qué viviría? ¿Se bancaría sin dinero y sin vacaciones? ¿Perdería la custodia de sus hijos adolescentes? ¿Dejarían ellos de hablarle? ¿Sus padres la apoyarían? Los amigos, ¿a quién elegirían? Esas eran sus incógnitas.

Le llevó casi dos años animarse a dar el paso. Pero antes hay que contar el principio de la nueva historia.

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La broma que se hizo realidad

Quién no haya escuchado el chiste, que hoy sería considerado de mal gusto, del ama de casa y el plomero, es demasiado joven. Pero eso fue literalmente lo que ocurrió con Nadia y es ella misma quien en broma lo recuerda: “Un verano en pleno enero, en la casita de La Pedrera, se nos tapó la cañería de la cocina. El plomero que siempre nos socorría y solucionaba los desperfectos domésticos ese día no estaba y mandó a otro conocido más joven… Y yo, que me sentía más sola que nadie, me enamoré… del plomero”.

Nadia (37) conoció entonces a Waldo (39) una mañana fresca de un día de semana. Su marido Sergio estaba en Buenos Aires, sus hijos dormían y la empleada había salido a hacer las compras a la verdulería. Ella lo atendió en bata. Como estaba en patas, antes de abrirle, se puso unas alpargatas blancas. Se acuerda de todo con detalle. “Menos sexy imposible”, dice riendo porque Nadia jamás perdió el humor. Waldo era un bombón, asegura. Tostado, de cutis ajado por el sol con profundas arrugas que rodeaban unos mansos ojos verdes. Llevaba unos jeans claros y una remera celeste estampada. Arregló el desagüe y, en media hora, se fue no sin antes tomar un mate amargo de parado que le había ofrecido la dueña de casa. Después de cobrar por su trabajo y antes de cerrar la puerta le dejó una tarjetita colorada y verde con todos sus datos. Por si había algún otro inconveniente de plomería.

Pocos días después el viejo tanque del techo comenzó a perder agua. Había una filtración que caía, gota a gota, en el lavadero.

Nadia saltó de felicidad por este repentino inconveniente, aunque lo disimuló. Ya tenía una excusa. Buscó en su mesa de luz la tarjeta de Waldo y lo llamó.

Le pidió que fuera el jueves en lo posible, no era urgente, y le dijo que mejor era en el horario de playa así si tenían que cortar el agua la casa estaba libre de gente: “Los jueves no venía Adela, la empleada. Así que de alguna manera lo planeé. Sergio estaba en Buenos Aires trabajando y los chicos, que estaban con amigos, bajaban a la playa y se quedaban hasta el atardecer”.

Waldo llegó puntual, con su mirada dulce y el mismo jean claro. Nadia reconoce que “Fue su mirada lo que me enamoró. Era suave, prestaba atención a lo que yo le decía. No sé cómo fue que me animé, pero cuando terminó su trabajo, como la vez anterior, le ofrecí un mate. Lo invité a sentarse en la cocina un rato y él se relajó. Charlamos. Era una conversación básica, pero nos empezamos a contar nuestras vidas. Él era separado, tenía una hija de 10 años, y vivía en Maldonado. Había terminado el secundario, había aprendido su oficio y le iba muy bien con su trabajo. Había puesto un local. No conocía Europa ni los Estados Unidos, en realidad creo que nunca había viajado en avión, era totalmente ajeno a mi mundo social. Waldo era tranquilo, aceptaba su vida y tenía un horizonte claro, sin delirios ni grandilocuencias. Ese mismo día de la charla, no me preguntes mucho más ni detalles, pero comenzó el romance. Y me enamoré como nunca antes”.

Al principio, las relaciones fueron fogosas, pero temerosas porque el riesgo de ser descubiertos sobrevolaba. Pero cada uno estaba en su juego y nadie prestaba demasiada atención al ama de casa. El sexo al principio, admite, le resultó un poco rústico, pero “Estar en sus brazos me devolvió la autoestima que había perdido. La sensación de que yo no servía para nada. Él me hacía sentir maravillosa”. Las pocas palabras que le decía Waldo eran las que nunca salían de la boca de su marido.

Ese verano fue el verano del descubrimiento y del sabroso amor a escondidas.

Ella no lo esperaba ni sabía cómo seguiría la historia, pero simplemente el romance se prolongó. Nadia y Waldo no se preguntaban demasiado, iban a tientas por el camino que se les había abierto, pero ninguno le propuso al otro dejarlo.

Pasado el verano y entrado el invierno la cosa se enfrió un poco. Él en Maldonado, Nadia en Martínez. Cada tanto viajaba con alguna excusa a La Pedrera y se veían dos días con extremo cuidado. Nadia no llamaba a la empleada cuando iba y se cuidaba de los pocos vecinos.

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Llegó la primavera y los viajes comenzaron a ser más frecuentes. Sergio y Waldo solo se vieron un día que hubo que cambiar el cuadro de la ducha del baño principal. Waldo bajó la mirada y dijo: Buen día. Sergio respondió como un autómata, ni lo registró.

Nadia ya había hecho mucha terapia y estaba decidida a no permitir que su relación con Waldo se diluyera. Pero para eso tendría que separarse. Era obvio que la doble vida no podía seguir.

“Ese nuevo verano fue un poco un martirio. Yo vivía deseando que llegara el domingo a la noche para que Sergio se fuera en avión a Buenos Aires y que los chicos hicieran su vida de boliche. Reduje la presencia de Adela en la casa para tener más libertad y con Waldo recurrimos muchas veces a encontrarnos en pueblos alejados y en hoteles de paso. Cuando terminó febrero estaba más decidida que nunca a divorciarme”, rememora.

Pero, cuando comunicara su decisión a Sergio, se desencadenaría una guerra total. Lo sabía. Además, quedaría en la lona económicamente. Su marido manejaba todo y ella no tenía nada a su nombre. No sabía de acciones ni de fondos en el exterior. Tampoco quería abogados y una lucha en los tribunales. Imaginaba con razón que sus hijos la acusarían por abandonar el hogar; que su propia familia la tildaría de loca, de mala madre. Su madre intentó convencerla de desistir, le explicó que en todo matrimonio pasan cosas, que ella estaba exagerando con su decisión y que cambiara de terapeuta porque la que tenía le hacía mucho mal. Sus amigas también le dijeron que era una decisión apresurada… que ninguna pareja era perfecta.

Ella no soltó prenda y no mencionó a nadie lo de su nuevo amor. Le daba vergüenza y no quería que la juzgaran.

Borrón y cuenta nueva

“No me importó. No sé de dónde saqué fuerzas y un día de octubre le pedí decidida el divorcio. No le dije nada de ningún romance, solo le expliqué que quería otra vida. Vivir de otra manera. Sentirme valorada”, explica conmovida. Por supuesto, Sergio no la entendió. La guerra fue económica y lo único que pudo obtener Nadia fueron las dos cosas que realmente quería: la libertad y la casita de La Pedrera. Eso le alcanzaba, pero se cuidó muy bien de mostrarse feliz con el magro botín. No quería que nadie sospechara que había amante encerrado y pretendiera boicotear su conquista.

Tenía la residencia uruguaya y la iba a aprovechar. Se mudó a La Pedrera y, desde entonces, solo vuelve a Buenos Aires para ver a sus hijos. En esas ocasiones para en el centro, en el departamento de sus padres.

La única que sabe de su gran amor por el plomero es su psicóloga. Es su oído fiel y el único gasto que se permite. Ni a sus más amigas les contó jamás nada de nada. Hasta el día de hoy.

No fue una decisión meditada. Fue algo que se fue dando naturalmente. De tanto callar un día se dio cuenta de que lo mejor era volverse transparente para el resto del mundo. Una pareja traslúcida sobre la que nadie opine. Cero contaminación. Waldo sería como un sueño, solo sería tangible para ella.

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De esa manera no convencional Nadia aseguró su felicidad bajo siete llaves. No le fue mal. Hace poco más de seis años que viven así. Waldo no le reclama salir a la luz. La entiende y la acepta. Solo ven a los padres de él y a su hija. A nadie más. Se mantienen con lo que da el local de plomería de Waldo.

Cuando sus hijos la visitan en verano, Waldo desaparece por unos días. Solo queda algo de su ropa en el vestidor, pero nadie lo ha notado todavía. Los jóvenes hijos viven a su aire. Creen que su madre disfruta de la soledad.

Sergio volvió a formar pareja. Y la familia de Nadia solo se junta en Navidad o Año Nuevo. Sus padres son mayores, nunca la visitan en Uruguay y, con sus hermanas, después de algunas diferencias tiene la relación en stand by.

Waldo se acostumbró a que la Navidad y el Año Nuevo no son suyos con Nadia, pero el resto del año sí. No reclama, no se queja, se muestra conforme.

“No necesitamos más. No quiero casarme, él tampoco lo desea. Nos tenemos el uno al otro todo el año, salvo en contadas ocasiones. No quiero que nadie lo conozca y me critique o lo denigre por su oficio. ¡Imaginate todo lo que dirían a mis espaldas! Ni pienso decirlo ni pasar un mal rato. Es mi vida y la vivo como me da la gana. Mis hijos me despellejarían porque tienen novios que estudiaron mucho y con muy buen nivel social. ¿Podría ir al casamiento de ellos con Waldo? Se matan antes. Entonces me quedo muy tranquila con mi vida de pueblo, con mi pareja oculta, con mis miedos y mis sueños. Solo quiero ver Netflix enrollada con él en el sillón, mirar sus ojos tranquilos y hundirme ahí. No extraño nada de la vida de lujos, los viajes, la ropa de marca. Era extenuante esa vida. Y encima aquel maltrato espantoso, siempre esperando una crítica como una puñalada por la espalda. El invierno es lo mejor. Estamos siempre solos, cocinamos, él sale a trabajar y vuelve con su sonrisa. Acá todos deben saberlo, pero nadie dice nada, son discretos. Sus padres también son callados, no hablan con nadie a pedido nuestro. Su hija es como él, introvertida y cuidadosa con las relaciones. Por lo menos, eso creo. Somos felices a nuestra manera. Nunca lo había pensado, pero para mí el amor es calma, no fuego. Es conexión, no histeria. Y eso es lo que tenemos. Waldo es muy inteligente. No será muy culto, pero yo lo estoy ayudando a estudiar derecho, ya está cursando algunas materias de segundo año. ¿Si extraño algo? Solo a mis amigas de antes, esa cosa de salir con mujeres y conversar… porque acá con el asunto de que no queremos compartir nuestra felicidad quizá estemos un poco aislados. Pero el precio vale la pena”.

Ya pasaron muchos años y Nadia podría intentar blanquear la situación, pero no quiere porque teme arruinar lo conseguido: “No quiero tener que explicarle a nadie lo que elegí para mi vida. Ni justificarme y que me analicen desde otras ópticas”.

Entonces, ¿por qué la cuenta hoy? Porque está la promesa del anonimato y quizá sea la única manera de liberarse del peso de tantos secretos. También podría ser porque la felicidad brilla más feliz (permítanme esta licencia) cuando tenemos quien nos contemple.

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* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas